REPÚBLICA
BOLIVARIANA DE VENEZUELA
MINISTERIO
DEL PODER POPULAR PARA LA EDUCACIÓN
U.E.
“COLEGIO TERESA TITOS”
MÉRIDA
ESTADO MÉRIDA
Estimado representante le saludo muy
cordialmente. A continuación, se
encuentran nuevos contenidos y continuación del proyecto, además de una serie
de actividades de contingencia sugeridas por el cuerpo directivo de la
institución como plan de acción ante la inseguridad y difícil accesibilidad que
existe en las inmediaciones de la misma; aunado a la reiterativa inasistencia
presentada por parte de los(as) estudiantes.
Esperando que sean efectuadas con disposición y compromiso por parte del
estudiante.
ACTIVIDADES ESCOLARES 5TO GRADO
SEMANA DEL 31 – 03 AL 04 – 04
PROFESORA: Dalis Pabón
Proyecto
Continuación
del trabajo escrito sobre “La Adolescencia y Sexualidad”, el cuál debe estar
siendo realizado en hojas blancas y a mano; cuidando la escritura, márgenes
(4cm izquierdo, 4cm superior, 3cm derecho y 3cm inferior), orden y todos los
aspectos formales de la lengua escrita.
Durante
esta semana van a investigar:
- Higiene
y hábitos de la sexualidad.
- Métodos
anticonceptivos.
- Influencia
de los medios de comunicación en la adolescencia y Organizaciones que promueve
la educación sexual en Venezuela.
NOTA:
cada aspecto investigado debe ser ilustrado.
Lenguaje
Lee
el siguiente concepto de Artículos, observa los ejemplos y realiza los
siguientes ejercicios prácticos en la medida de lo posible:
Los artículos:
son palabras que se colocan delante de los sustantivos para indicar el género y
el número. Los artículos se clasifican en determinados e indeterminados:
·
Artículos
determinados: se llaman así porque el
nombre, delante del cual van, es bien conocido. Los artículos determinados son:
Ø El,
para el masculino singular.
Ø La,
para el femenino en singular.
Ø Los,
para el masculino en plural.
Ø Las,
para el femenino en plural.
Ø Lo,
para el neutro.
Ejemplo: La casa (femenino, singular)
Los animales (masculino,
plural)
·
Artículos
indeterminados: se llaman así porque el
nombre, delante del cual van, no es bien conocido. Los artículos indeterminados
son:
Ø Un,
para el masculino en singular.
Ø Una,
para el femenino en singular.
Ø Unos,
para el masculino en plural.
Ø Unas,
para el femenino en plural.
Ejemplo:
Una manzana (femenino, singular)
Unos maestros
(masculino, plural)
Actividad:
1. Escribe
en los espacios en blanco el artículo determinado que corresponda:
a) _____
reloj
b) _____
cohete
c) _____
campanas
d) _____
cuadernos
e) _____
pelota
2. Escribe
en los espacios los artículos determinados o indeterminados que falten:
a) Al
conejo le gustan ____ zanahorias.
b) Antonio
colocó ___ vidrio de ___ ventana.
c) María
trajo ___ dulces y ___ frutas para ___ merienda.
d) Para___
competencia fueron seleccionados ___ mejores atletas.
e) Juan
realiza __ trabajo minuciosamente.
3. Coloca
el artículo y los adjetivos que correspondan en cada espacio:
____ Casa estaba llena de gente ________. Era
___ día de mi cumpleaños y ___ familia me acompañaba. ____ piñata tenia forma
de pelota; era _______ y de color ________.
____ niños y ____ niñas jugábamos en ___ patio.
4. Escribe
una oración para cada uno de los artículos determinados antes mencionados.
5. Escribe
una oración para cada uno de los artículos indeterminados antes mencionados.
6. Realiza
poco a poco durante ésta semana la Lectura del “El príncipe feliz” de Óscar
Wilde y luego realiza la siguiente actividad:
a.- Un análisis de lo que trata la lectura.
b.- Extrae de la lectura 3 artículos determinados y 3 indeterminados
c.-
Busca en el diccionario 8 palabras el cual desconozcas su significado, luego
ordenarlas alfabéticamente.
d.-
Realiza un dibujo referente a la lectura.
EL PRÍNCIPE
FELÍZ
En la parte más alta de la ciudad, sobre una pequeña
columna, se alzaba la estatua del Príncipe Feliz.
Estaba revestida por completo de hojas de oro fino.
Tenía, a modo de ojos, dos centelleantes zafiros y un gran rubí rojo ardía en
el puño de su espada.
Esto la hacía ser muy admirada.
—Es tan hermoso como una veleta —observó uno de los
miembros del Concejo que deseaba granjearse una reputación como conocedor en
arte.
—Claro que no es tan útil —añadió, temiendo que le
tomaran por un hombre poco práctico.
Y realmente no lo era.
—¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz? —Preguntaba una
madre cariñosa a su hijito, que pedía la luna—. El Príncipe Feliz no hubiera
pensado nunca en pedir nada a gritos.
—Me hace dichoso ver que hay en el mundo alguien que es
completamente feliz —murmuraba un hombre fracasado, contemplando la estatua
maravillosa.
—Verdaderamente parece un ángel —decían los niños del
colegio al salir de la catedral, vestidos con sus soberbias capas escarlatas y
sus bonitas chaquetas blancas.
—¿En qué lo conocen —replicaba uno de sus profesores— si
no han visto nunca un ángel?
—¡Oh! Los hemos visto en sueños —respondían los niños.
Y el profesor fruncía las cejas, adoptando un severo
aspecto, porque no podía aprobar que unos niños se permitiesen soñar.
Una noche una
golondrinita voló sin descanso hacia la ciudad.
Seis semanas antes
sus amigas habían partido para Egipto; pero ella se quedó atrás.
Estaba enamorada
del más hermoso de los juncos. Lo encontró al comienzo de la primavera, cuando
volaba sobre el río persiguiendo a una gran mariposa amarilla, y su talle
esbelto la atrajo de tal modo, que se detuvo para hablarle.
—¿Quieres que te amé? —dijo la Golondrina, que no se
andaba nunca con rodeos.
Y el junco le hizo un profundo saludo.
Entonces, la
Golondrina revoloteó a su alrededor rozando el agua con sus alas y trazando
estelas de plata.
Era su manera de
hacer la corte. Y así transcurrió todo el verano.
—Es un enamoramiento ridículo —gorjeaban las otras
golondrinas. Ese junco es un pobretón y tiene realmente demasiada familia.
Y, en efecto, el río estaba completamente cubierto de
juncos.
Cuando llegó el
otoño, todas las golondrinas emprendieron el vuelo.
Una vez que se
fueron, su amiga se sintió muy sola y empezó a cansarse de su enamorado.
—No sabe hablar —decía ella—. Y además temo que sea
inconstante, porque coquetea sin cesar con la brisa.
Y, realmente, cada vez que soplaba la brisa, el junco
multiplicaba sus más graciosas reverencias.
—Veo que es muy casero —murmuraba la Golondrina—. A mí me
gustan los viajes. Por lo tanto, al que me ame, le debe gustar viajar conmigo.
—¿Quieres seguirme? —preguntó por último la Golondrina al
junco.
Pero el junco movió la cabeza. Estaba demasiado atado a
su hogar.
—¡Te has burlado de mí! —le gritó la Golondrina—. Me
marcho a las Pirámides. ¡Adiós!
Y la Golondrina se fue.
Voló durante todo
el día y al caer la noche llegó a la ciudad.
—¿Dónde buscaré un abrigo? —se dijo—. Supongo que la
ciudad habrá hecho preparativos para recibirme.
Entonces divisó la estatua sobre la pequeña columna.
—Voy a cobijarme allí —gritó—. El sitio es bonito. Hay
mucho aire fresco.
Y se dejó caer precisamente entre los pies del Príncipe
Feliz.
—Tengo una habitación dorada —se dijo quedamente, después
de mirar en torno suyo.
Y se dispuso a dormir.
Pero al ir a
colocar su cabeza bajo el ala, he aquí que le cayó encima una pesada gota de
agua.
—¡Qué curioso! —exclamó—. No hay una sola nube en el
cielo, las estrellas están claras y brillantes, ¡y, sin embargo, llueve! El
clima del norte de Europa es verdaderamente extraño. Al junco le gustaba la
lluvia, pero en él era puro egoísmo.
Entonces cayó una nueva gota.
—¿Para qué sirve una estatua si no resguarda de la
lluvia? —dijo la Golondrina—. Voy a buscar un buen alero de chimenea.
Y se dispuso a volar más lejos. Pero antes de que abriese
las alas, cayó una tercera gota.
La Golondrina miró
hacia arriba y vio... ¡Ah, lo que vio!
Los ojos del
Príncipe Feliz estaban inundados de lágrimas, que corrían sobre sus mejillas de
oro.
Su faz era tan
bella a la luz de la luna, que la Golondrinita se sintió llena de piedad.
—¿Quién eres? —preguntó.
—Soy el Príncipe Feliz.
—Entonces, ¿por qué lloras de ese modo? —Preguntó la
Golondrina—. Me has empapado casi.
—Cuando yo estaba vivo y tenía un corazón de hombre
—replicó la estatua—, no sabía lo que eran las lágrimas porque vivía en el
Palacio de la Despreocupación, donde no se permite la entrada al dolor. Durante
el día jugaba con mis compañeros en el jardín y por la noche bailaba en el gran
salón. Alrededor del jardín se alzaba una muralla altísima, pero nunca me preocupó
lo que había detrás de ella, pues todo cuanto me rodeaba era hermosísimo. Mis
cortesanos me llamaban el Príncipe Feliz y, realmente, era yo feliz, si es que
el placer es la felicidad. Así viví y así morí, y ahora que estoy muerto me han
elevado tanto, que puedo ver todas las fealdades y todas las miserias de mi
ciudad, y aunque mi corazón sea de plomo, no me queda más recurso que llorar.
"¡Cómo! ¿No es de oro de buena ley?", pensó la
Golondrina para sus adentros, pues estaba demasiado bien educada para hacer
ninguna observación en voz alta sobre las personas.
—Allí abajo —continuó la estatua con su voz baja y
musical—, allí abajo, en una callejuela, hay una pobre vivienda. Una de sus
ventanas está abierta y por ella puedo ver a una mujer sentada ante una mesa.
Su rostro está enflaquecido y arrugado. Tiene las manos hinchadas y
enrojecidas, llenas de pinchazos de la aguja, porque es costurera. Borda
pasionarias sobre un vestido de raso que debe lucir, en el próximo baile de
corte, la más bella de las damas de honor de la Reina. Sobre un lecho, en el
rincón del cuarto, yace su hijito enfermo. Tiene fiebre y pide naranjas. Su
madre no puede darle más que agua del río. Por eso llora. Golondrina,
Golondrinita, ¿no quieres llevarle el rubí del puño de mi espada? Mis pies
están sujetos al pedestal y no me puedo mover.
—Me esperan en Egipto —respondió la Golondrina—. Mis
amigas revolotean de aquí para allá sobre el Nilo y conversan con los grandes
lotos. Pronto irán a dormir al sepulcro del Gran Rey. El mismo Rey está allí en
su caja de madera, envuelto en una tela amarilla y embalsamado con sustancias
aromáticas. Tiene una cadena de jade verde pálido alrededor del cuello y sus
manos son como unas hojas secas.
—Golondrina, Golondrina, Golondrinita —dijo el Príncipe—,
¿no te quedarías conmigo una noche para ser mi mensajera? ¡Tiene tanta sed el
niño y tanta tristeza la madre!
—No creo que me agraden los niños —contestó la
Golondrina—. El invierno último, cuando vivía yo a orillas del río, dos
muchachos mal educados, los hijos del molinero, no paraban un momento de
tirarme piedras. Claro que no me alcanzaban. Nosotras, las golondrinas, volamos
demasiado bien para eso y además yo pertenezco a una familia célebre por su
agilidad; mas, a pesar de todo, era una falta de respeto.
Pero la mirada del Príncipe Feliz era tan triste que la
Golondrinita se quedó apenada.
—Aquí hace mucho frío —le dijo—, pero me quedaré una
noche contigo y seré tu mensajera.
—Gracias, Golondrinita —respondió el Príncipe.
Entonces la Golondrinita arrancó el gran rubí de la
espada del Príncipe y llevándolo en el pico, voló sobre los tejados de la
ciudad.
Pasó sobre la
torre de la catedral, donde había unos ángeles esculpidos en mármol blanco.
Pasó sobre el
palacio real y oyó la música de baile.
Una bella muchacha
apareció en el balcón con su novio.
—¡Qué hermosas son las estrellas —le dijo él— y qué
poderosa es la fuerza del amor!
—Querría que mi vestido estuviese acabado para el baile
oficial —respondió ella—. He mandado bordar en él unas pasionarias, ¡pero son
tan perezosas las costureras!
Pasó sobre el río y vio los fanales colgados en los
mástiles de los barcos.
Al fin llegó a la
pobre vivienda y echó un vistazo dentro. El niño se agitaba febrilmente en su
camita y su madre se había quedado dormida de cansancio.
La Golondrina
entró a la habitación y puso el gran rubí en la mesa, sobre el dedal de la
costurera. Luego revoloteó suavemente alrededor del lecho, abanicando con sus
alas la cara del niño.
—¡Qué fresco más dulce siento! —murmuró el niño. Debo
estar mejor.
Y cayó en un delicioso sueño.
Entonces la
Golondrina se dirigió a todo vuelo hacia el Príncipe Feliz y le contó lo que
había hecho.
—Es curioso —observó ella—, pero ahora casi siento calor
y, sin embargo, hace mucho frío.
Y la Golondrinita empezó a reflexionar y entonces se
durmió. Cuantas veces reflexionaba, se dormía.
Al despuntar el
alba voló hacia el río y tomó un baño.
—¡Notable fenómeno! —exclamó el profesor de ornitología
que pasaba por el puente—. ¡Una golondrina en invierno!
Y escribió sobre aquel tema una larga carta a un
periódico local.
Todo el mundo
habló de ella.
"Esta noche parto para Egipto", se decía la
Golondrina.
Y sólo de pensarlo
se ponía muy alegre.
Visitó todos los
monumentos públicos y descansó un gran rato sobre la punta del campanario de la
iglesia.
Por todas partes a
donde iba piaban los gorriones, diciéndose unos a otros:
—¡Qué extranjera más distinguida!
Y esto la llenaba de gozo. Al salir la luna volvió a todo
vuelo hacia el Príncipe Feliz.
—¿Tienes algún encargo para Egipto? —le gritó—. Voy a
emprender la marcha.
—Golondrina, Golondrina, Golondrinita —dijo el Príncipe—,
¿no te quedarás otra noche conmigo?
—Me esperan en Egipto —respondió la Golondrina—. Mañana
mis amigas volarán hacia la segunda catarata. Allí el hipopótamo se acuesta
entre los juncos y el dios Memnón se alza sobre un gran trono de granito.
Acecha a las estrellas durante toda la noche y cuando brilla Venus, lanza un
grito de alegría y luego calla. A mediodía los rojizos leones bajan a beber a
la orilla del río. Sus ojos son verdes aguamarinas y sus rugidos más
atronadores que los rugidos de la catarata.
—Golondrina, Golondrina, Golondrinita —dijo el Príncipe,
allá abajo, al otro lado de la ciudad, veo a un joven en una buhardilla. Está
inclinado sobre una mesa cubierta de papeles y en un vaso a su lado hay un ramo
de violetas marchitas. Su pelo es negro y rizado, y sus labios, rojos como
granos de granada. Tiene unos grandes ojos soñadores. Se esfuerza en terminar
una obra para el director del teatro, pero siente demasiado frío para escribir
más. No hay fuego ninguno en el aposento y el hambre le ha rendido.
—Me quedaré otra noche contigo —dijo la Golondrina, que
tenía realmente buen corazón—. ¿Debo llevarle otro rubí?
—¡Ay! No tengo más rubíes —dijo el Príncipe—. Mis ojos es
lo único que me queda. Son unos zafiros extraordinarios traídos de la India
hace un millar de años. Arranca uno de ellos y llévaselo. Lo venderá a un
joyero, comprará alimentos y combustible y concluirá su obra.
—Amado Príncipe —dijo la Golondrina—, no puedo hacer eso.
Y se echó a llorar.
—¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! —dijo el
Príncipe—. Haz lo que te pido.
Entonces la Golondrina arrancó el ojo del Príncipe y voló
hacia la buhardilla del estudiante. Era fácil penetrar en ella porque había un
agujero en el techo. La Golondrina entró por él como una flecha y se encontró
en la habitación.
El joven tenía la
cabeza hundida en sus manos. No oyó el aleteo del pájaro y cuando levantó la
cabeza vio el hermoso zafiro colocado sobre las violetas marchitas.
—Empiezo a ser estimado —exclamó—. Esto proviene de algún
rico admirador. Ahora ya puedo terminar mi obra.
Y parecía completamente feliz.
Al día siguiente
la Golondrina voló hacia el puerto.
Descansó sobre el
mástil de un gran navío y contempló a los marineros que sacaban enormes cajas
de la cala tirando de unos cabos.
—¡Ah, iza! —gritaban a cada caja que llegaba al puente.
—¡Me voy a Egipto! —les gritó la Golondrina.
Pero nadie le hizo caso, y al salir la luna, volvió hacia
el Príncipe Feliz.
—He venido para decirte adiós —le dijo.
—¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! —exclamó el
Príncipe—. ¿No te quedarás conmigo una noche más?
—Es invierno —replicó la Golondrina— y pronto estará aquí
la nieve glacial. En Egipto calienta el Sol sobre las palmeras verdes. Los
cocodrilos, acostados en el barro, miran perezosamente los árboles, a orillas
del río. Mis compañeras construyen nidos en el templo de Baalbeck. Las palomas
rosadas y blancas las siguen con los ojos y se arrullan. Amado Príncipe, tengo
que dejarte, pero no te olvidaré nunca y la primavera próxima te traeré de allá
dos bellas piedras preciosas para sustituir las que regalaste. El rubí será más
rojo que una rosa roja y el zafiro será tan azul como el océano.
—Allá abajo, en la plazoleta —contestó el Príncipe
Feliz—, tiene su puesto una niña vendedora de fósforos. Se le han caído al
arroyo, estropeándose todos. Su padre le pegará si no lleva algún dinero a
casa, y está llorando. No tiene ni medias ni zapatos y lleva la cabecita al
descubierto. Arráncame el otro ojo, dáselo y su padre no le pegara.
—Pasaré otra noche contigo —dijo la Golondrina—, pero no
puedo arrancarte el ojo porque entonces te quedarías ciego del todo.
—¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! —dijo el
Príncipe—. Haz lo que te mando.
Entonces la Golondrina arrancó el segundo ojo del
Príncipe y emprendió el vuelo, llevándoselo.
Se posó sobre el
hombro de la pequeña vendedora de fósforos y deslizó la joya en la palma de su
mano.
—¡Qué bonito pedazo de cristal! —exclamó la niña.
Y corrió a su casa muy alegre.
Entonces la
Golondrina volvió de nuevo hacia el Príncipe.
—Ahora estás ciego. Por eso me quedaré contigo para
siempre.
—No, Golondrinita —dijo el pobre Príncipe—. Tienes que ir
a Egipto.
—Me quedaré contigo para siempre —repitió la Golondrina.
Y se durmió entre los pies del Príncipe. Al día siguiente
se colocó sobre el hombro del Príncipe y le narró lo que había visto en países
extraños.
Le habló de los
ibis rojos que se sitúan en largas filas a orillas del Nilo y pescan a
picotazos peces de oro; de la Esfinge, que es tan vieja como el mundo, vive en
el desierto y lo sabe todo; de los mercaderes que caminan lentamente junto a
sus camellos, pasando las cuentas de unos rosarios de ámbar, en sus manos; del
rey de las montañas de la Luna, que es negro como el ébano y que adora un gran
bloque de cristal; de la gran serpiente verde que duerme en una palmera y a la
cual están encargados de alimentar con pastelitos de miel veinte sacerdotes; y
de los pigmeos que navegan por un gran lago sobre anchas hojas aplastadas y
están siempre en guerra con las mariposas.
—Querida Golondrinita —dijo el Príncipe—, me cuentas
cosas maravillosas, pero más maravilloso aún es lo que soportan los hombres y
las mujeres. No hay misterio más grande que la miseria. Vuela por mi ciudad,
Golondrinita, y dime lo que veas.
Entonces la Golondrinita voló por la gran ciudad y vio a
los ricos que se festejaban en sus magníficos palacios, mientras los mendigos
estaban sentados a sus puertas.
Voló por los
barrios sombríos y vio las pálidas caras de los niños que se morían de hambre,
mirando con apatía las calles negras.
Bajo los arcos de
un puente estaban acostados dos niñitos abrazados uno a otro para calentarse.
—¡Qué hambre tenemos! —decían.
—¡No se puede estar tumbado aquí! —les gritó un guardia.
Y se alejaron bajo la lluvia.
Entonces la
Golondrina reanudó su vuelo y fue a contar al Príncipe lo que había visto.
—Estoy cubierto de oro fino —dijo el Príncipe—,
despréndelo hoja por hoja y dáselo a niños pobres. Los hombres creen siempre
que el oro puede hacerles felices.
Hoja por hoja arrancó la Golondrina el oro fino, hasta
que el Príncipe Feliz se quedó sin brillo ni belleza.
Hoja por hoja lo
distribuyó entre los pobres y las caritas de los niños se tornaron nuevamente
sonrosadas y rieron y jugaron por la calle.
—¡Ya tenemos pan! —gritaban.
Entonces llegó la nieve y después de la nieve el hielo.
Las calles
parecían empedradas de plata por lo que brillaban y relucían.
Largos carámbanos,
semejantes a puñales de cristal, pendían de los tejados de las casas. Todo el
mundo se cubría de pieles y los niños llevaban gorritos rojos y patinaban sobre
el hielo.
La pobre
Golondrinita tenía frío, cada vez más frío, pero no quería abandonar al
Príncipe: lo amaba demasiado para hacerlo.
Picoteaba las
migas a la puerta del panadero cuando éste no la veía, e intentaba calentarse
batiendo las alas.
Pero, al fin,
sintió que iba a morir. No tuvo fuerzas más que para volar una vez más sobre el
hombro del Príncipe.
—¡Adiós, amado Príncipe! —murmuró—. Permíteme que te bese
la mano.
—Me da mucha alegría que partas por fin para Egipto,
Golondrinita —dijo el Príncipe—. Has permanecido aquí demasiado tiempo. Pero
tienes que besarme en los labios, porque te amo.
—No es a Egipto adónde voy a ir —dijo la Golondrina—. Voy
a ir a la morada de la Muerte. La Muerte es hermana del Sueño, verdad?
Y besando al Príncipe Feliz en los labios, cayó muerta a
sus pies.
En el mismo
instante sonó un extraño crujido en el interior de la estatua como si se
hubiera roto algo.
El hecho es que la
coraza de plomo se había partido en dos. Realmente hacía un frío terrible.
A la mañana
siguiente, muy temprano, el alcalde se paseaba por la plazoleta con los
concejales de la ciudad.
Al pasar junto al
pedestal, levantó los ojos hacia la estatua.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Qué andrajoso parece el Príncipe
Feliz!
—¡Sí, está verdaderamente andrajoso! —dijeron los
concejales de la ciudad, que eran siempre de la opinión del alcalde.
Y levantaron ellos también la cabeza para mirar la
estatua.
—El rubí de su espada se ha caído y ya no tiene ojos ni
es dorado —dijo el alcalde—. En resumidas cuentas, está lo mismo que un
pordiosero.
—¡Lo mismo que un pordiosero! —repitieron a coro los
concejales.
—Y tiene a sus pies un pájaro muerto —prosiguió el
alcalde—. Realmente habrá que promulgar un bando prohibiendo a los pájaros que
mueran aquí.
Y el secretario del ayuntamiento tomó nota de aquella
idea.
Entonces fue
derribada la estatua del Príncipe Feliz.
—¡Al no ser ya bello, de nada sirve! —dijo el profesor de
estética de la universidad.
Entonces fundieron la estatua en un horno y el alcalde
reunió al Concejo en sesión especial para decidir lo que debía hacerse con el
metal.
—Podríamos —propuso— hacer otra estatua. La mía, por
ejemplo.
—O la mía —dijo cada uno de los concejales. Y acabaron en
una feroz discusión.
—¡Qué cosa más rara! —dijo el oficial primero de la
fundición—. Este corazón de plomo no quiere fundirse en el horno; habrá que
tirarlo como desecho.
Los fundidores lo arrojaron al mismo montón de basura
donde yacía la golondrina muerta.
—Tráeme las dos cosas más preciosas de la ciudad —dijo
Dios a uno de sus ángeles.
Y el ángel le llevó el corazón de plomo y el pájaro
muerto.
—Has elegido bien —dijo Dios—. En mi jardín del Paraíso
este pajarillo cantará eternamente, y en mi ciudad de oro el Príncipe Feliz
repetirá mis alabanzas.
NOTA: Las
actividades deben ser realizadas en hojas de examen previamente identificadas y
organizadas)
Matemáticas
Lee el siguiente concepto de porcentaje,
observa los ejemplos y realiza los siguientes ejercicios prácticos en la medida
de lo posible:
Porcentaje:
es una o varias partes iguales de las cien en que se ha dividido la unidad; su
símbolo es % y se lee: “por ciento”. Por ejemplo:
·
95% se lee: 95 por ciento
95% = 95
=
0,95
100
3% = 3 = 0,03
100
Como calcular el porcentaje:
- Se
multiplica el número por el porcentaje.
- El
producto se divide entre 100.
Ejemplos:
·
¿Cuál es el 25% de 12?
25% = 25
x 12 = 300
= 3
100 100
·
¿Cuál es el 40% de 120?
40% = 40
x 120 = 4800
= 48
100 100
·
A una fiesta de disfraces
asistieron 80 niños, de los cuales 60% estaban disfrazados. ¿Cuántos niños
habían sin disfraz?
80 x 60 = 4800 =
48 Ahora 80 – 48
= 32
100 100
Respuesta:
había 32 niños sin disfraz
·
Una coneja pario 20
conejitos; de los cuales 40% eran machos. ¿Cuántas conejitas hay?
20 x 40
= 80 =
8 Ahora 20 – 8
= 12
100
100
Respuesta:
hay 12 conejitas.
Actividad:
·
Lee cada una de las
situaciones y resuelve.
a)
En una hacienda hay 300
árboles, de los cuales 46% son de naranja y el resto de mandarina. ¿Cuántos
arboles de mandarina hay?
b)
El ñoco es una masa indígena
que se elabora con yuca. Si se hicieron 125 ñocos y se comieron el 60% ¿Cuánto
quedo?
c)
Una familia elabora 80
productos artesanales, de los cuales 25% son cestas. ¿Cuántas cestas tejieron?
d)
En un pueblito adyacente de
90 habitantes, los niños representan el 48%. ¿Cuántos adultos hay?
e)
¿Cuánto dinero ahorrarías en
una medicina si su costo es de Bs.F. 80, pero en la farmacia ofrecen un
descuento del 15%?
f)
Andrés tiene en su tienda
120 bicicletas, de las cuales 15% son montañeras. ¿Cuántas bicicletas
montañeras tiene?
g) En
la clase de María, 40% de los estudiantes son varones. Si en la clase hay 35
niños. ¿Cuántas hembras hay?
NOTA: Las
actividades deben ser realizadas en hojas de examen previamente identificadas y
organizadas)
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